Siempre había dicho a todo el que me escuchase que haría algo así, un viaje en plan mochilero al otro lado del planeta. Sin embargo, parecía más un sueño que otra cosa, pues todo el mundo quiere viajar y luego casi nadie lo hace, a no ser que sea durante las vacaciones.
Siempre tenía excusas nuevas, que si tengo que acabar la carrera, que ahora me acabo de comprar la moto, que estoy preparando una maratón, que si tengo un trabajo genial y no puedo dejarlo... así hasta que un día llegó el vacío.
Realmente no fui yo quien lo eligió, sino que todas las circunstancias se dieron para que me encontrase de repente en el mismo mes (agosto de 2012) con la carrera finalizada, la moto amortizada y sin trabajo. Ese era el temido vacío: nada que hacer.
Así que lo tomé como una señal. La señal de que había llegado
el momento esperado para dar el paso y el mismo 15 de octubre ya estaba volando hacia Kuala Lumpur, después de haber elegido Malasia por ser un lugar exótico y barato en el que se hablaba inglés. Realmente no tenía ni idea de dónde iba, solo sabía que iba a cumplir
uno de mis sueños.
Llegué dos días después a la capital malaya y allí me recogió
Nigel, un chico amabilísimo de mi edad al que había contactado por Couchsurfing. Pasé
tres días en su casa, durante los cuales me enseñó toda la ciudad y sus alrededores. Me ofreció quedarme más tiempo, sin embargo yo
tenía prisas por vivir acontecimientos nuevos y excitantes, así que me trasladé a un hostel cerca de la estación central. Un hostel en el cual tenía la habitación más pequeña en la que haya dormido nunca, con bichitos incluídos. Allí pasé varios días medio enfermo -creo que por el jet-lag- y sin embargo recuerdo esa semana como una de las mejores de mi vida, disfrutando cada segundo de la misma y sorprendiéndome a cada instante de todo lo que veía y todo lo que pasaba.
Cuando me recuperé y ya me había recorrido toda la ciudad, no sabía que más hacer, así que contacté mediante Workaway con
Susi. Susi era una mujer que ofrecía alojamiento en su granja, ubicada a las afueras de la capital, a cambio de trabajar allí unas horas al día. Cuando llegué la primera impresión fue que iba a morir de aburrimiento y soledad, sin embargo pasé
otra de las mejores semanas de mi vida, jugando con los críos de la casa y aprendiendo mil cosas nuevas más que trabajando. El paisaje y el clima ayudaban, las tormentas tropicales de allí son impresionantes. Y en 7 días ya era uno más de la familia.
Sin embargo otra vez me llegó la
urgencia de moverme, ¡soy impaciente para todo! así que pronto me volví a trasladar a mi querido hostel de Kuala Lumpur y contacté por Couchsurfing con
Rick, un amable malayo que vivía en Georgetown, una ciudad del norte.
¿Por qué fui hacia el norte y no hacia el sur si no tenía ningún plan? Porque un día un amigo con el que estaba hablando por Whatsapp me envió una foto de la posición en la que estaba yo, según su Iphone. Y esa posición, en vez de marcar Kuala Lumpur, marcaba Georgetown. Así que lo tomé como otra señal y hacia allí me dirigí.
Rick resultó ser un tipo espectacular. Me llevó a ver toda la ciudad, me ayudó a curarme los brazos de cientos de
picadas de chinches, fuimos al gimnasio un par de días (ya lo echaba de menos) y me acompañó al consulado tailandés para obtener un visado de 2 meses en vez de la escueta quincena que tenía antes. Me habló también de algo que hasta entonces yo desconocía: me dijo que en Tailandia podía ir a varios monasterios budistas a aprender meditación, algo que me interesaba bastante.
Después de haber abusado de su generosa hospitalidad durante
tres o cuatro días, decidí que cogería un ferry y me dirigiría a la isla de Langkawi, a tres horas de distancia. Estar en el sudeste asiático y no ir a una de estas islas es como ir a un parque de atracciones y no subir a nada.
Recuerdo nítidamente ese viaje en ferry... De repente, cientos de pequeñas islas empezaban a distinguirse en el horizonte, islas sin playa, como si los árboles surgieran directamente del mar, igualitas que en las películas. Yo alucinaba. Entonces supe que había llegado a un lugar especial.
Enseguida llegué a la guesthouse que había buscado por Internet, mediante hostelworld.com. El recibimiento de los chicos y chicas que allí había fue tal, que al día siguiente pagué para quedarme un mes entero.
Era el paraíso. Cuando finalizó ese mes no había tenido suficiente, así que pagué para quedarme otro mes más.
Dos meses en la isla absolutamente espectaculares.
El primero lo pasé disfrutando como nunca, yendo a la playa,
conociendo personas de todas partes del planeta, saliendo de fiesta,
haciendo excursiones en barco y en moto... sintiendo la vida en toda su plenitud a cada segundo y el agradecimiento al universo por poder realizar algo así. También conocí un día por casualidad a una chica llamada
Eishreth, que luego tendría un papel esencial en el viaje.
Luego llegó un día en que me cansé de tanta playa y tanta fiesta (sí, hasta de eso se cansa uno) y me puse a
buscar un trabajo, algo que hacer y con lo que continuar aprendiendo. Resultó ser que
Iskandar, el tipo que siempre me alquilaba las motos, necesitaba a alguien que le ayudase porque su negocio estaba creciendo rápidamente, así que dos días después
empecé a trabajar con él.
¡Y qué trabajo! Solía tener un horario de 8 de la mañana a 6 de la tarde, momento en que
me iba a la playa a hacer skimboarding con mis amigos malayos. La diferencia con cualquier trabajo normal es que iba descalzo y con bañador, llevaba las motos al mecánico, vendía paquetes turísticos a todo el que entraba en la oficina y conducía todo tipo de coches diferentes. Para todo amante del motor era un trabajo ideal. De la noche a la mañana me convertí en una eminencia para nuevos turistas, pues conocía mejor que nadie los rincones de la isla más increíbles y las formas para acceder a ellos. Se puede decir que ya era guía turístico de Langkawi.
Iskandar y yo nos hicimos buenos amigos, tanto que me ofreció darme el trabajo fijo, aumentarme el sueldo y arreglar el visado para que me quedase un año allí colaborando con él. Fue duro decidir continuar mi viaje, pero en mi interior sabía que mi destino
no estaba en esa isla y por tanto tenía que seguir adelante. La mayor fiesta de año nuevo en la que haya estado jamás, en la playa de Langkawi, marcó lo que sería el final de
mi estancia en el paraíso.
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